Hablar de disponibilidad de tiempo, depende no sólo del período que percibimos conscientemente. Por ello que, optimizar el tiempo es un reto que no se puede tomar a la ligera ni de primera mano. Primero habría que discernir de entre las actividades que hacemos formalmente, y las acciones que realizamos de manera inconsciente.

Es en estas últimas donde se suele tener una fuga importante de tiempo. Y son éstas, precisamente, las cuales suelen pasar desapercibidas dentro de nuestra agenda, aún a pesar de su considerable impacto.

Caminar sin rumbo permite la distracción

Tener un objetivo o meta en mente, apoya a dar dirección a las actividades de nuestra ventana de tiempo, cualquiera que esta sea, el día, la semana, el trimestre, el año.

Lo que vuelve difusa nuestra visión, es la volatilidad o ambigüedad de nuestro anhelo o pretensión, sobre todo los que requieren períodos largos de tiempo, enfoque y esfuerzo. Por ello que en la escuela y el trabajo hay períodos y puntos de evaluación recurrentes, para estimar el progreso y corregir el camino o la estrategia, si es necesario.

Lo mismo funciona para el resto de actividades y proyectos en nuestra vida. El problema es que si sólo nos encauzamos hacia las responsabilidades externas, no damos importancia a cualquier otra acción que no sea relevante para dichos compromisos.

Es en estos fragmentos de tiempo “inertes” que, en el afán de desconectar de nuestras responsabilidades, realizamos acciones de relleno.

Si bien, con ello logramos “descansar” nuestra mente, tambien les otorgamos un mérito que no merecen al posicionarlas como necesarias para nuestro bienestar, muy a pesar de que por sí solas dichas acciones no tengan ningún propósito de valor.

No tener un interés adicional a nuestras responsabilidades, nos da pie a gastar el tiempo en actividades infructuosas que además no quedan registradas conceptualmente y por ende, no las contenemos, ni las mesuramos.

Una agenda llena no siempre resulta productiva

Hacernos conscientes de estas actividades de “compensación” emocional, es sólo un primer paso a una agenda más realista. Saber qué utilidad les encontramos es importante por que ahí se descubre cuál sería el impacto que causaría el intentar reprimirlas. Reconocer el tiempo que les dedicamos es crítico por que ahí evidenciamos nuestro nivel de dependencia.

No considero prudente eliminarlas del todo, al menos no de inicio. Sin embargo, es útil y más provechoso limitarlas en tiempo y reencauzarlas gradualmente en forma o contenido.

Procrastinar es un acto de advertencia, por lo que considerar actividades de desestrés y reactivación es necesario. De preferencia que dichas acciones sean previstas y no reactivas.

Preparar una agenda con ello en mente, permite asignar tiempos congruentes de esfuerzo, concentración y disperción.

La selección de actividades y la flexibilidad de sus tiempos varía según el ímpetu que comprometamos para con nuestras aspiraciones.

De ahí que aspiraciones firmes promuevan una mejor gestión de actividades y con ello, una optimización de tiempo más homogénea.

De la convicción a la acción

Lo más difícil de comprometernos con algo, lo que sea, es llevarlo a término. Esto es, mantenerse firme y enfocado durante el lapso de tiempo que ello conlleve.

Con el tiempo y la experiencia de los intentos fallidos y los logrados, podemos caer en la cuenta que un elemento clave para esa constancia, es la disciplina, y no la motivación, como mucho se poetiza. Aunque ambas sean un acto reflejo de convicción.

La motivación fluctúa según nuestro estado de ánimo, alterando nuestra voluntad y la cadencia con la que nos desenvolvemos.

Encontrar incentivos que nos procuren motivados y centrados, es más un proceso de sanación emocional que de convicción.

La disciplina mantiene la continuidad de nuestras acciones, aún a pesar de dicha oscilación anímica.

La claridad en las metas nos da acciones concretas. La asertividad en su administración nos da agendas productivas, y la disciplina nos asegura resultados notables.

Gabavi

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